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FINANÇAMENT DE L’EMPRESA I ESTALVI EN ELS COSTOS. SIMULACIONS CONTRACTUALS I.

Desde siempre, las empresas han buscado fuentes de financiación partiendo del principio de minimizar los costes, de minimizar, por así decirlo, el precio del dinero. Tradicionalmente, se ha dicho que el pago a proveedores a treinta, sesenta o noventa días es una forma de obtener financiación gratuita durante el tiempo que transcurre entre la entrega del material y el pago del mismo.

Así, han ido surgiendo figuras contractuales atípicas que ciertamente han dado respuesta a esta inquietud, como el leasing o el renting. Pero paralelamente al crecimiento y a la utilización de estas figuras, la normativa tributaria ha hecho un esfuerzo para acotar la verdadera naturaleza y finalidad de las mismas en orden a que las dudas sobre su interpretación no supusieran un perjuicio para el erario público. Así, por ejemplo, encontramos los contratos de compraventa con precio aplazado y con pago de intereses, que deben tributarse por el total del precio (intereses incluidos, claro) en el momento en que el bien se pone a disposición del comprador independientemente del tiempo en que se devengan los intereses (a futuro, claro). Imagínense si el precio se aplaza a diez años… el “anticipo” que va a percibir la Agencia Tributaria es realmente jugoso.

Su diferencia con el régimen de los arrendamientos financieros o leasing es enorme, en cuanto a tributación se refiere. Y no decimos que no esté justificado, pero sí que de una buena planificación depende que la empresa pueda ahorrar los costes de la operación, obteniendo a fin de cuentas el mismo rendimiento que obtendría pagando mayores impuestos.

Hoy en día, además, las consecuencias de dichas operaciones tienen un especial ámbito de tratamiento en el orden concursal. No sería la primera vez que nos hemos encontrado con el deseo del administrador concursal de rescindir un contrato que considera perjudicial para la masa pasiva del concurso -para los acreedores- y viste su argumento defendiendo que la que deudor y acreedor pactaron en su momento fue un contrato simulado, y donde se lee lease back o retroleasing debería decir compraventa con reserva de dominio encubierta bajo varias operaciones de distinto signo.

En este sentido, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de pronunciarse sobre la validez de varios instrumentos contractuales. En lo sucesivo recogemos un supuesto típico en el que el Tribunal Supremo determina que el contrato de leasing no respondía a otra finalidad que la de obtener un préstamo concediendo a cambio una garantía. Es el recogido en la Sentencia de la Sala Primera de 16 de mayo de 2000.

Así, los demandados, en este caso, transmiten a un financiera un inmueble por once millones de pesetas. El mismo día, los mismos intervinientes celebran un contrato de leasing cuyo objeto es el mismo inmueble, con un importe global de la operación es de veintisiete millones de pesetas, con un valor residual para ejercicio de la opción de compra de aproximadamente un millón ochocientas mil.

De buenas primeras, nadie que vende por once se endeuda por veintisiete, salvo que con la diferencia tenga pensado hacer algo.

Lo primero que establece el Tribunal Supremo es algo que, a pesar de ser más o menos obvio, a veces se pierde de vista. “Lo que caracteriza al “leasing”, en su versión de arrendamiento financiero, es su constitución en función de un bien determinado. La razón ontológica de la figura jurídica que explica e integra su función económico-social, o práctica, es la necesidad de un objeto, y, además, según la Disposición Adicional Séptima, apartado uno, de la Ley 26/88, su destino a una explotación agrícola, pesquera, industrial, comercial, artesanal, de servicio o profesional del financiado. Dicho en otras palabras, adquirir una vivienda, sin más, adolece de falta de finalidad empresarial, “como se deduce además claramente de la naturaleza del bien hipotéticamente financiado”.

El segundo punto que cabe destacar es que “no ha habido verdadera transmisión del dominio porque falta el título idóneo, ya que si la venta se hizo en función de garantía, carece de eficacia transmisiva, no tiene virtualidad para transmitir el domino”. Por tanto, el dominio nunca se transmitió a la compañía financiera: el bien se dio sólo para servir de garantía ante una hipotética falta de devolución del capital. Es lo que se conoce como pacto comisorio, prohibido en nuestro ordenamiento jurídico: “Esta prohibición, con base en la que el acreedor, en caso de impago de su crédito, no puede pretender hacer suya la cosa dada en garantía (…) La prohibición hace referencia únicamente al pacto contemporáneo (previo o simultáneo) a la generación del crédito, no a las adjudicaciones o transmisiones posteriores en pago”, como sería por ejemplo la derivada de una ejecución de la garantía hipotecaria o pignoraticia.

Así las cosas, el negocio se consideró efectuado en fraude de ley, y se declaró su nulidad, con la consecuente obligación de la compañía financiera de devolver el inmueble a los vendedores y a éstos de retornar el capital. ¿Daños y perjuicios? Por supuesto que no: la operación era un fraude.